Probablemente mañana de un Viernes Santo a mediados de los sesenta. Una limpia luz primaveral abraza la salida de Nuestra Madre de los Dolores, acompañada de San Juan; su manto negro, de luto, queda perfectamente recortado sobre la cal blanca de la Iglesia. Todo es luminoso y entrañable. Algunos de ellos ya no están con nosotros; están, ahora, en el regazo de su Madre del Cielo, a la que nunca dejaron caminar sola.
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